Este material ha sido adaptado del libro “Los nuevos enfermos” Autor: Esteban Rubinstein. Editorial: delhospital ediciones
Soy médico de familia y una de las tareas más importantes en mi práctica cotidiana es la prevención. Casi todos los días, en el consultorio, intento ofrecerles a mis pacientes ciertas prácticas preventivas con el objetivo de mejorar su salud. Con mis colegas de Medicina Familiar pasamos largas horas discutiendo cuáles tiene sentido realizar y cuáles no; revisamos la literatura médica, discutimos acerca de la evidencia científica que avala el beneficio de ofrecerlas a nuestros pacientes y compartimos nuestras dudas con colegas de otras especialidades. Estoy convencido de que la medicina preventiva es eficaz, útil, necesaria, importante y que salva vidas y evita sufrimientos, y por eso ejerzo este trabajo con mucho placer y orgullo. Sin embargo, soy consciente de que es una tarea compleja, ya que se realiza con individuos básicamente sanos, y la principal premisa que debe tener todo médico es la de primum non nocere; es decir, ante todo: no dañar.
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La prevención secundaria es un concepto complejo de comprender para la mayoría de las personas, e incluso para quienes nos dedicamos a la salud. La idea es que un individuo tiene un problema (una enfermedad, o un mayor riesgo de tener o desarrollar una enfermedad), pero no sabe que lo tiene, y yo, como médico (o enfermero, o técnico), salgo a buscarlo, lo detecto, le aviso que lo encontré y le ofrezco un tratamiento o una determinada conducta que puede cambiar el curso que iba a tener ese problema si no lo detectaba antes; es decir, puedo prevenirle daños que podrían ocurrirle en el futuro.
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Una primera consecuencia que surge claramente de esta descripción es que cuando una persona sana, que se siente bien (es decir, que no tiene ningún síntoma), acepta participar de una práctica de prevención secundaria está, de alguna manera, aceptando la posibilidad de recibir una noticia sobre su salud o sobre sus riesgos que podría cambiar algunos aspectos de su vida. En ese sentido, cuando una persona participa de una práctica preventiva que corresponde a la prevención secundaria, tal como la toma de la presión arterial, el dosaje del colesterol o del PSA (antígeno prostático específico), la realización de un Papanicolaou, de una mamografía o de una videocolonoscopía, lo que está haciendo es autorizar a que se le detecte un problema de salud que esa persona ya tiene y que desconocía. Es decir, esa persona, que hasta ese momento se consideraba sana, se está exponiendo a que (mediante una práctica preventiva sencilla como tomar la presión para detectar hipertensión arterial, o relativamente más compleja como hacer una videocolonoscopía para detectar cáncer de colon) se le detecte una entidad que, invariablemente, la colocará, de ahora en más, en el grupo de los “enfermos”. Le pongo comillas aquí a la palabra enfermo porque, justamente, uno de los principales objetivos de este libro es discutir con los lectores, y conmigo mismo, qué significa estar enfermo cuando uno en realidad se siente bien, o por lo menos cuando uno se siente bien y visita al médico para que lo ayude a prevenir enfermedades o a disminuir el riesgo de enfermarse, o de morir. De hecho, si lo pensamos bien, la prevención secundaria ha generado una nueva categoría de personas a las que hemos denominado “nuevos enfermos”. Estos nuevos enfermos que, como hemos visto, son personas que se sienten sanas pero la medicina les ha “encontrado algo”, no existían antes de la Segunda Guerra Mundial, hoy ocupan una importante cantidad de turnos en los consultorios de los médicos clínicos, médicos de familia, generalistas, ginecólogos, cardiólogos, dermatólogos, urólogos, endocrinólogos e incluso médicos de otras especialidades y utilizan gran parte de los recursos diagnósticos y terapéuticos de la medicina actual.
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La prevención secundaria, como hemos visto, “descubre” un problema de salud en personas que se sienten sanas. La mayoría de ellas se sientan agradecidas con nosotros cuando les detectamos y les ofrecemos un tratamiento para disminuir el riesgo de contraer una enfermedad o de sufrir un daño; sin embargo, en la práctica, la tarea no es tan sencilla. A nadie le gusta, cuando se siente bien, que le digan que está enfermo, o que tiene un problema de salud, o un riesgo; pero no todos reaccionan de la misma forma: algunos aceptan la noticia con tranquilidad, e incluso se sienten más cuidados, y otros se enojan con ellos mismos, o incluso con el médico.
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Lo interesante de todo esto es que en la actualidad existen muchas personas a las que los médicos “enfermamos” mucho antes de que su enfermedad se manifieste. Esto es así debido a que si salimos a buscar precozmente una enfermedad es natural pensar que cuando la encontramos nos estamos anticipando a la posibilidad de que esa enfermedad se desarrolle y ocasione daño. Y es entonces cuando aparece el concepto de “tiempo de anticipación diagnóstica”, que es el tiempo que media entre que le encontramos la enfermedad al sano porque hemos salido a buscarla y el tiempo en el cual dicha enfermedad iba a manifestarse por sí misma. La irrupción de la enfermedad en personas sanas, determinada por el tiempo de anticipación diagnóstica es, a mi juicio, la principal desventaja de la medicina preventiva. Es una consecuencia inevitable, pero creo que los médicos tenemos que detenernos a describir este concepto complejo para que el “descubrimiento” de esta “problema de salud/enfermedad” sea vivido con el menor sufrimiento posible. Como dije antes, los médicos no podemos manejar las variables que se ponen en juego cuando un individuo se enferma ya que, con ese tipo de noticias cada persona se conecta con otra dimensión del tiempo, en la que asoman el temor, la muerte y los duelos; sin embargo, si los médicos insistimos en cada encuentro de seguimiento con el paciente en que lo que estamos haciendo es prevenir, y nos comportamos de ese modo, nuestros pacientes pueden, sobre la base de sus valores y creencias y su historia personal, vivir estas “nuevas enfermedades” (aquellas diagnosticadas en forma precoz) de una manera relativamente saludable. Queda claro, entonces, que el desafío, tanto para los médicos como para los “nuevos enfermos”, sus familias y allegados, es cómo tratarlos y cómo acercarnos a ellos. Es inevitable, pero todos los sanos miran de otro modo a los enfermos. Y, por lo tanto, entramos en un terreno dialéctico donde el “nuevo enfermo” duda entre sentirse enfermo y sentirse sano, y los que lo miramos también.
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Teniendo en cuenta la complejidad del concepto de lo que implica ser un “nuevo enfermo” me permití inventar una palabra nueva. Propongo “hapre” (una contracción de “hallazgo que aparece gracias a la acción de la medicina preventiva”). Propongo que, de ahora en más, cuando encontremos un cáncer de próstata mediante el dosaje de PSA no lo llamemos más “cáncer de próstata” sino “hapre prostático”. Lo mismo haría con la hipercolesterolemia, la diabetes y la hipertensión arterial; no usaría esas palabras en las personas que no han tenido un evento vas-cular, sino que las englobaría dentro de un concepto más novedoso y más exacto desde el punto de vista clínico, definiría a esas tres entidades como “hapres vasculares”. En los asados ya no escucharíamos más a una persona diciendo: “a mí dame sin sal porque tengo hipertensión”, sino: “a mí dame sin sal porque tengo un hapre vascular”, o el lunes tengo que hacerme radioterapia porque tengo un “hapre prostático”.